Han pasado ya casi treinta años pero aún recuerdo que éramos jóvenes, estudiábamos, nos empezábamos a cuestionar a qué nos íbamos a dedicar en el futuro pero nos considerábamos hij@s privilegiad@s de la Santa Madre Iglesia. Por eso, dábamos catequesis antes de la misa del domingo y cantábamos en el coro. Nos íbamos de campamento en verano y hacíamos convivencias y ejercicios espirituales un par de veces al año.
Nos reuníamos con cierta frecuencia a hablar de todo lo divino y humano en aquel cuartito de la parroquia en la que, muchos domingos por la tarde, nos juntábamos además para estudiar, echarnos unas risas, tocar la guitarra y cantar, y acabábamos por irnos a Alboraya a tomarnos un chocolate.
Sí, éramos jóvenes de barrio obrero y comprometid@s con las enseñanzas de la ICAR, pero éramos sobre todo personas.
Teníamos la costumbre de celebrar todos los meses una pequeña fiesta de cumpleaños en la que l@s homenajead@s de turno preparaban una sencilla merienda a base de patatas fritas, sandwiches, refrescos, alguna tortilla preparada por alguna madre y algún dulcecito. El resto poníamos dinero y comprábamos de regalo algo al alcance de las pequeñas economías que teníamos como los estudiantes que éramos.
Pero las cosas comenzaron a cambiar cuando llegó el nuevo coadjutor con sus hermanas. Empezamos por dejar de ir a tomarnos el chocolate cuando era cuaresma ("es que es tiempo de sacrificio" nos decían), empecé a tener que aguantar malas caras por ser la única que tomaba cerveza mientras los demás no pasaban de la horchata y el limón granizado (no me gustan nada, lo siento) o por preferir a Barón Rojo antes que a Brotes de Olivo.
Un buen día, en la primera reunión tras las vacaciones de verano, el cura planteó que sería conveniente destinar el dinero dedicado a los regalos de cumpleaños a un fondo de emergencia por si alguna persona necesitada del barrio lo requería. Teniendo en cuenta que soy la mayor de siete hermanos y que, por motivos que no vienen al caso, la situación económica en casa era en aquellos momentos bastante agobiante, no pude evitar preguntarme si la compra de libros de texto también se consideraba primera necesidad pero, como se supone que siempre hay quien está peor, me callé y acepté la propuesta del cura, tal y como hizo el resto. Pero no todo quedó ahí.
Dos semanas después organizamos el primer cumpleaños del curso tal y como era nuestra costumbre. Las monjas nos habían traído caramelos, teníamos una mesa llena de comida y yo esperaba con ilusión el momento de los dulces para hincarle el diente a la famosa tarta de piña que Amelia preparaba como nadie. Estábamos pasándolo estupendamente, como l@s jóvenes ilusionad@s que éramos, cuando entró el cura en el salón y nos empezó a soltar un sermón sobre la gente que iba de vez en cuando a la parroquia a pedir para un bocadillo y lo poco testimonial que resultaba que nosotr@s estuviéramos allí haciendo alarde de tanta opulencia (joder, eran unas simples chucherías). Las hermanas del cura empezaron a soltar "lagrimones compasivos" y el resto nos quedamos como niñ@s a quienes les acaban de quitar un caramelo (nunca mejor dicho). Por supuesto, allí terminó la fiesta. Las hermanísimas decidieron que los dulces se guardarían para dárselos a los pobres y el resto nos quedamos con cara de gilipollas.
Ahora, leo en las noticias todo lo que se está montando para que la máxima autoridad de la ICAR pueda lucirse bien ante la juventud católica y todo lo que se está haciendo para que personas que tienen el suficiente poder adquisitivo como para venir a desde fuera a pasar una semana de vacaciones, cosa que no teníamos nosotr@s en aquellos años, se gasten el mínimo dinero posible mientras tenemos cinco millones de parados, la educación y sanidad pública se están yendo a la mierda por falta de recursos y tenemos una política socioeconómica totalmente impropia de un gobierno que dice ser socialista. Me cabreo enormemente porque pienso que esto sí es realmente poco testimonial y porque me juego el postre de hoy a que ese cura con sus hermanas serán los primeros que no se perderán todo ese jolgorio.
Pero era más facil aguar la fiesta de cumpleaños a un@s jóvenes ingenu@s.
Por cierto, los dulces fueron a parar a una familia cuya madre salía ese mismo día del supermercado con unas bolsas llenas de leche Pascual y flanes Danone, cosa que ni en mi casa ni en la de mi amiga Pilar veíamos ni por asomo.