Tendría unos ocho años la primera vez que vi esa fotografía en un libro de mi padre y nunca he podido olvidar la carita de ese niño ni dejar de preguntarme qué sería de él. Fue en aquella época cuando comencé a leer y oír hablar de la persecución de los judíos por parte de las autoridades nazis y de la II Guerra Mundial y, aún hoy, treinta y siete años después, sigo sin comprender cómo fue posible que pudiera acumularse tanto odio hacia las personas sólo por el hecho de ser diferentes.
Durante todos estos años, no he conseguido poder mirar esta foto sin sentir una profunda tristeza, de la misma manera que se me encoge el corazón al leer cómo Violeta Friedman se libró de la cámara de gas sólo por parecer mayor de lo que era, se me hace un nudo en la garganta cada vez que, en las fachadas de algunos colegios de París, veo una placa en memoria del alumnado judío que fue deportado hacia los campos de concentración, lloro como una Magdalena cada vez que leo algún libro o veo alguna película con la Shoa de fondo o me cabreo cada vez que surgen nuevos grupos neonazis o personajes que, como cierto obispo polaco, se empeñan en negar lo que ocurrió.
Treinta y siete años después de ver por primera vez esa foto, sigo sintiendo que el odio hacia quien es diferente, aún es capaz de acumularse y comprimirse hasta estallar y arrasar todo a su paso, y vuelvo a ver la misma mirada triste y asustada de ese niño en los ojos de quienes, ahora, son el blanco de la misma aversión.