Nunca he sabido explicar las razones por las que el mes de septiembre haya sido siempre uno de mis meses favoritos. Ya en mi época de estudiante -yo era tan rara que prefería estar en el colegio que en casa- terminaba el curso con los ojos puestos en el comienzo del curso siguiente, allá a mediados de septiembre.
Cuando era adolescente, septiembre significaba el final de una época de calor agobiante, el regreso de los amigos a quien tanto echaba de menos durante el verano y, en ocasiones, el cumplimiento de promesas hechas a final de curso.
Años más tarde, cuando ya empecé a trabajar, septiembre era el mes en que pedía las vacaciones. Aún recuerdo que, en la primera residencia en la que trabajé, las vacaciones se elegían por antigüedad en el centro y eso jamás me impidió disfrutar de ellas en el momento que a mí más me apetecía: nadie, por antiguo que fuese, pedía septiembre.
Y sí, septiembre también lo relacionaba con la vuelta de Carlos y Raquel al colegio, con el consiguiente gasto en ropa y material escolar que me dejaba con un temblor en la cuenta corriente del que ya no me recuperaba hasta la paga de navidad y con la liberación del deber de estar pensando en cómo tener entretenidos a dos enanos dentro de casa cuando la temperatura exterior no invitaba precisamente a sacarlos de paseo.
Ahora, septiembre sigue siendo un mes mágico para mí. Es la época del año en la que yo hago los propósitos para el nuevo curso, y no en enero como todo el mundo dice que hace, el mes en el que vuelven a abrir mi quiosquera favorita, la frutería a la que voy siempre y la tienda de especias y frutos secos. El mes en que empieza la liga de fútbol, en el que El Roto vuelve a publicar sus viñetas, en el que todo el mundo empieza a desperezarse y en que deja de oírse por la radio la puta canción del verano.
Pero este año, además, septiembre tiene el sabor de las promesas que están a punto de cumplirse. Sólo tengo que esperar con ilusión.
Cuando era adolescente, septiembre significaba el final de una época de calor agobiante, el regreso de los amigos a quien tanto echaba de menos durante el verano y, en ocasiones, el cumplimiento de promesas hechas a final de curso.
Años más tarde, cuando ya empecé a trabajar, septiembre era el mes en que pedía las vacaciones. Aún recuerdo que, en la primera residencia en la que trabajé, las vacaciones se elegían por antigüedad en el centro y eso jamás me impidió disfrutar de ellas en el momento que a mí más me apetecía: nadie, por antiguo que fuese, pedía septiembre.
Y sí, septiembre también lo relacionaba con la vuelta de Carlos y Raquel al colegio, con el consiguiente gasto en ropa y material escolar que me dejaba con un temblor en la cuenta corriente del que ya no me recuperaba hasta la paga de navidad y con la liberación del deber de estar pensando en cómo tener entretenidos a dos enanos dentro de casa cuando la temperatura exterior no invitaba precisamente a sacarlos de paseo.
Ahora, septiembre sigue siendo un mes mágico para mí. Es la época del año en la que yo hago los propósitos para el nuevo curso, y no en enero como todo el mundo dice que hace, el mes en el que vuelven a abrir mi quiosquera favorita, la frutería a la que voy siempre y la tienda de especias y frutos secos. El mes en que empieza la liga de fútbol, en el que El Roto vuelve a publicar sus viñetas, en el que todo el mundo empieza a desperezarse y en que deja de oírse por la radio la puta canción del verano.
Pero este año, además, septiembre tiene el sabor de las promesas que están a punto de cumplirse. Sólo tengo que esperar con ilusión.
1 comentario:
Es fabuloso como describes la rutina de la vida diaria.Gracias por compartir todo lo q piensas dela sociedad.Lupis
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