En estas últimas semanas hemos asistido a un enconado debate sobre los diferentes códigos de vestimenta ligados al género que imperan en todo tipo de sociedades.
No pasó desapercibida aquella imagen en la que una jugadora de voley-playa lucía un escueto bikini deportivo en contraste con el recatado atuendo, hiyab incluido, que llevaba su rival. Asimismo, ninguna persona nos hemos mostrado indiferentes ante la opinión de que la moral islámica relativa al vestuario, y siempre asimétrica con respecto a ambos géneros, sea o no socialmente aceptada en un país como el nuestro en el que, al menos aparentemente, se creían superados ciertos dobles raseros en cuanto a la indumentaria.
Sin embargo, se me cae ese mito de superación cuando, ante la dramática desaparición de Diana Quer en A Pobra Do Caramiñal, abundan especialmente los comentarios que centran el foco en los pantalones cortos que lucía la joven y en las horas en que ésta iba andando por la calle.
Hace unas semanas tuve el horror de leer, en un muro de Facebook, el estúpido comentario, digno sólo de una mente igual de estúpida, con referencia al machismo islámico "para que luego se quejen las españolas de lo que tienen aquí, si es que Dios da pan a quien no tiene dientes".
Pues sí, como mujer y como española me quejo de todo lo que tenemos aquí: de los musulmanes que van bien fresquitos en bermudas y camiseta mientras sus parejas van tapadas hasta las orejas, de la patulea española que lo tolera con total condescendencia y de la que sigue cuestionándose el drama de una desaparición o de una agresión sólo por los centímetros de carne que la víctima deja a la vista.
Cuando los avances en materia de igualdad son tan lentos, no podemos permitirnos dar un solo paso atrás.