Cumplir años te va dando una nueva perspectiva vital. Si además has sobrevivido a experiencias tan fuertes como un cáncer de mama o trece años de maltrato tanto físico como psicológico o... (pon aquí lo que se te ocurra), acabas llegando a la conclusión de que cualquier cosa que te suceda después es peccata minuta en comparación con todo eso. Pero no por ello dejas de ser humana ni te vuelves insensible.
Personalmente, las enseñanzas más valiosas que he extraido de todo aquello es la capacidad de quererme más y entregarme a fondo en todo lo que vivo en el momento y, sobre todo, la habilidad para disfrutar de lo que aún permanece cuando siento que he perdido otras cosas.
No tengo ningún problema en reconocer que lloro cuando me hacen daño, que tengo mis días nublados en los que no estoy para nadie y que me permito ser sensible y expresar mis sentimientos por negativos que sean. Pero también sé apreciar cuándo es el momento de empezar a ir caminando sin muletas.
Tras la última caída, sé que ese momento es ahora aunque aún me duela al andar pero, al menos, ya puedo mantenerme erguida porque prefiero pensar en mis pequeños triunfos diarios que en una derrota pasada y porque me apetece más disfrutar de todo lo que aún me queda que deprimirme por lo que ya no está.
Me siento afortunada de tener tantos amigos, de que mis seres queridos estén bien, de que quienes no están tan bien sigan por lo menos estando, de tener un trabajo estresante pero que me deja el resto del día libre, de sentir curiosidad por todo y no aburrirme nunca, de poder leer mis libros favoritos...
Por eso, prefiero quedarme con lo que aún permanece: bellos recuerdos, maravillosos amigos comunes, muchas ganas de hablar, un gran respeto y cariño, la certeza de lo mucho que me quiso y un reconfortante sentimiento de paz y de valor.
Por eso y porque, pese a su ausencia, aún es capaz de sacar lo mejor de mí misma.